La confianza y los demasiados muertos
Desde el principio de la pandemia pensé en las bondades de que el Presidente tuviera un importante consenso público y que el discurso científico y orientador del vocero y epidemiólogo principal de la Secretaría de Salud ganara pronta credibilidad. Consideré que la gran mayoría de los ciudadanos cumpliría con las normas de prevención y que saldríamos lo mejor librados que era posible, es decir, con un número moderado de contagios y de muertes por el virus COVID-19. No ha sido así; el índice de muertes en relación con los contagios es altísimo con respecto a la media mundial, y el altiplano, que no aplanamiento de la curva, solo se retrasó, pues apenas está llegando.
No es solamente el gran porcentaje de pobreza de nuestro
país la causa, si pensamos en lo relativamente bajo de los contagios –y
muertes- en países como India. Brasil
tiene seis veces más contagios, y el doble de muertes, con una cabeza de
Gobierno radicalmente distinta. No
sabemos exactamente qué pasa; es indudable que al equipo del sistema de salud
pública de México algo se le ha escapado de las manos, si bien no parece deberse
a incompetencia del doctor Hugo López Gatell y su equipo de colaboradores,
respaldados como sabemos por la tecnología y conocimientos de instituciones
públicas y privadas de México y el mundo.
Ni la co-morbilidad debida a los malos hábitos de los
mexicanos ni la deficiencia de los servicios de salud parecen dar suficiente explicación,
pues la esperanza de vida en nuestro país, 75.1 años, está por encima del
promedio mundial, pero la conjunción de variables que podría explicarlo, si ya
está definida, no es pública.
Quiero referirme a los factores determinantes del éxito o no
de distintos países para la contención del virus identificados por doctora
Rachel Kleinfeld[1] en
un artículo publicado desde el 31 de marzo, y que cita el politólogo búlgaro
Ivan Krastev en su interesante libro sobre el fenómeno actual ¿Ya es mañana?, apenas publicado el
pasado 30 de junio:
En opinión de Kleinfeld, los principales factores que
determinan el éxito de una nación para contener la pandemia de COVID-19 son la
experiencia previa del Gobierno para gestionar crisis similares, el nivel de
confianza social de la gente y la capacidad del Estado.[2]
Aun cuando la crisis actual no
tiene precedentes en cuanto a la transmisibilidad y comportamiento del virus,
nuestro sistema de salud contaba con cierta experiencia en gestión de
epidemias, en especial a partir del brote SARS H1N1 de 2009, que surgió en
nuestro país, y se han seguido protocolos internacionales que no permiten dudar
de las medidas de prevención adoptadas, quizá con la excepción del número de
pruebas, que fue un indicador de éxito en Corea del Sur. Los factores que demandan revisión son la
confianza en las instituciones y la capacidad de nuestro gobierno.
Kleinfeld se refiere a los altos
niveles de confianza de países con gobiernos autocráticos, como China, y
democráticos, como Corea del Sur, que tuvieron aceptables resultados, y señala
que el control social del Gobierno depende de la cooperación voluntaria de los
individuos, por lo que la percepción de legitimidad y la credibilidad son
fundamentales para el manejo de las crisis.
Percepciones que afectan la confianza en las democracias son las
polarizaciones, las inequidades y el sentido de promesas incumplidas.
Casi no se necesita ampliar este
enunciado en el caso de México, pero hay que enfatizar que efectivamente
vivimos en un país que, aun cuando pasó por un proceso electoral con un triunfo
contundente del candidato a la presidencia, está lacerado por las
desigualdades, la impunidad, la incapacidad de aceptar el derecho del otro a
opinar y hacer de manera distinta, así como por la desconfianza en un poder público
–y privado- que tradicionalmente miente, oculta, incumple sus proyectos y
favorece a ciertos sectores en perjuicio de otros.
Tal vez no podremos saber nunca
qué tanto el alto índice de contagios se funda en la desobediencia originada
por la desconfianza ciudadana, que se suma al hacinamiento e insalubridad de
grandes sectores urbanos y a la necesidad de seguir saliendo a trabajar. Pero esta desconfianza sí ha sido patente en
las actitudes de muchos, y particularmente lastimosa en la población, que
prefiere adherirse a las anónimas hipótesis de conspiración y a las acusaciones
de la oposición que invoca violaciones a códigos sin comprobarlas, antes que
atender a la información de divulgación científica pública.
El tercer factor que identifica
Kleinfeld tiene que ver con la calidad de las burocracias, y sabemos que
nuestras instituciones cargan vicios y carencias genómicas –si no es un exceso
permitirme esta metáfora-, o al menos endémicas. La inminencia y peligrosidad del problema
apenas dio tiempo de “reclutar” y adiestrar personal de asistencia, y desde
luego ha tenido que trabajarse con grandes insuficiencias. Los sistemas de salud público y privado
tienen sus vicios específicos, y alcanzamos a saber de algunas transacciones fuera
de regla en la compraventa de insumos, pero no será fácil rastrear dónde
estaban o estarán las “áreas de oportunidad” y esta terrible crisis demandará
un reordenamiento indispensable hacia una mayor eficiencia y eficacia de los
servicios de asistencia e información.
México está en una situación lamentable
que la de otros países pares. La crisis desencadenada
por el virus será ardua y de largo plazo.
Frente al dolor y la abrumadora
incertidumbre propongo que nos pensemos.
Pensémonos frente al medio millón de contagios y a los 53 mil muertos
que seguirán aumentando. Pensémonos
frente a la posibilidad de un accidente o catástrofe natural mayor, como la que
acaba de ocurrir en Beirut y que ya provocó la dimisión del Gobierno.
Incluso sin datos precisos los
factores referidos: la suspicacia popular, y la inexperiencia, incompetencia o
clientelismo de gran parte de nuestros funcionarios son evidentes en nuestras
prácticas y percepción social.
Los retos que suponen la
incertidumbre de los contagios financieros, biológicos o sociopolíticos futuros,
así como los cambios en las relaciones globales, la revitalización económica
interna y la generación de nuevas tecnologías nos demandan aprendizajes fundamentados
en la experiencia, burocracias de calidad y consensos sociales. Y no es el Presidente ni su gobierno el que
va a fabricarlos, sino los ciudadanos.
Pensemos que nos hacemos eco de
una desconfianza aprendida y acrítica cada vez que tenemos la tentación de
suscribir una carta; al hacer burla o divulgar un “meme” o una noticia anónima
sobre las figuras simbólicas del poder, o al reiterar ironías sobre el supuesto
“surrealismo” de México o considerar que los o las otras son hipócritas o bien
“un asco” porque sus verdades son distintas a la nuestra. Pensemos en la calidad de las burocracias y
funciones públicas que requerimos cada vez que tengamos la tentación de actuar
como si nuestros derechos tuviesen mayor legitimidad que los de los demás. Pensemos en construir eficacia, probidad,
certeza mutua y acuerdos.
[1] Rachel
Kleinfeld, “Do Authoritarian or Democratic Countries Handle Pandemics Better?”
Carnegie Endowment for International Peace, 31 de marzo de 2020. [Accesible en
línea el 1 de agosto de 2020].
[2]
Ivan Krastev, ¿Ya es mañana? Cómo la
pandemia cambiará el mundo. Traducción de Carmen M. Cáceres y Andrés
Barba. Debate, 2020
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