El escudo de Eneas. Écfrasis, historia y poesía hoy

 

Girolamo Genga. Huida de Eneas de Troya, 1509
 

                                                                                                                    Cristina M. González

La reflexión sobre la poesía de los objetos físicos, los que utilizamos y se cargan de sentidos íntimos y culturales o los que están en los museos, me ha llevado de la mirada directa a los discursos que genera la construcción de su conocimiento histórico y sus referencias literarias e iconográficas.  La coincidencia de tiempos y discursos que el yo interpretante advierte en esa obra material en un instante de asombro y reconocimiento ejerce un efecto poético único.  

La construcción literaria de objetos, por su parte, procede de maneras distintas.  El objeto en el texto poético evoca las emociones y los tiempos de la mirada o la voz lírica, una vivencia como la que he descrito al hablar de objetos materiales.  El talismán o el objeto mágico contiene en sí potencias maravillosas que alumbran la imaginación y hacen posibles desenlaces o sentidos inesperados en un relato.  La écfrasis, entendida como la descripción poética de un objeto artístico, pone en palabras la percepción de una obra creada en y para la literatura. 

La primera écfrasis, paradigma del género, es la descripción del escudo de Aquiles en el canto XVIII de la Ilíada, escrita en el siglo VIII a.C.  Tetis, deidad marina que es madre del héroe, desesperada porque sabe que su hijo, mitad mortal, va a morir, pide al dios Hefestos que forje nuevas armas para él.   Ante la negativa de Aquiles de entrar en combate, su amado Patroclo había tomado sus armas para guiar a las tropas aqueas como si fuera el mayor de sus guerreros, pero Héctor ha matado al joven y se las ha llevado como trofeo. 

Homero dedica algunos versos (468-477) al proceso de fabricación en el taller del dios orfebre y luego ofrece una descripción de la continuidad de la vida en el mundo griego (478-608), con los astros tutelando y el mar circundando escenas de cotidianas.  Hefestos ha labrado dos ciudades: en una se celebran bodas y convites con música y bailes, mientras en la plaza pública se lleva a efecto un juicio.  En la otra un ejército asedia sus muros, en tanto otro, guiado por Ares y Palas Atenea, embosca a dos pastores para capturar el ganado que traen de regreso; al percibirlo, salen de sus estrados los demás hombres y se entabla la lucha. 

El dios ha plasmado enseguida escenas agrícolas de siembra y siega, y una viña cargada de uvas con porteadores que llevan las cestas llenas tras la vendimia.  Otras viñetas muestran dos leones que han cazado una vaca, y más allá un pastizal para las ovejas, con establos y una cañada.  De esta se sigue una escena de baile con jóvenes y doncellas bien aderezadas y una multitud en movimiento.  La abundancia y dinamismo de la naturaleza y de los grupos humanos es constante y variada en intenciones, sonido y emotividad.

El mundo del escudo parece una promesa de orden ritual y legal, así como de los ciclos del trabajo y la celebración, la paz y la guerra.  Su vitalidad luminosa y su sentido de armonía cósmica contrastan con el relato de asambleas, intrigas y lucha cuerpo a cuerpo de los héroes griegos y troyanos, bajo la mirada de los dioses, que domina la epopeya. 

Cuando Aquiles recibe las armas se renueva su ira contra los troyanos.   No se menciona más su hechura, pero sus propios compañeros mirmidones huyen al verlas, en tanto él se recrea contemplándolas, y dice a Tetis: “¡Madre mía! Las armas que el dios me ha procurado son obras/que corresponden a inmortales, no como las que un mortal ejecuta” (XIX:31-32).  Saldrá a vencer en la batalla, donde su presencia infundirá terror.  En poemas posteriores se habla de cómo Odiseo o Ulises gana estas armas contra Ayax Telamonio, pero en la epopeya homérica la descripción del escudo aparece como un entreacto de armonía en medio de la tensión de la guerra. 

Con obvia distancia entre el tono de grandeza heroica y la sencillez marginal de las comunidades indígenas de México, pienso en las pinturas tradicionales de los pueblos nahuas de Guerrero, que se realizan sobre papel amate desde que hace casi un siglo funcionarios culturales sugirieron a los artesanos indígenas que mudaran el soporte de la cerámica al papel, para poder transportar sus obras a los mercados distantes en forma más fácil y productiva.  En esas pinturas se representan valles entre montañas sobre las que brilla el sol y a veces la luna; se narran los ciclos de la cosecha y de diversas fiestas, con corridas de toros, procesiones y bodas entre parcelas y ríos.  Se muestra en estas ese mismo carácter de continuidad de la vida en una comunidad agrícola que hay en las imágenes del escudo griego.  El orden ideal imaginado por Homero y sus cantores tenía la síntesis del conocimiento de los astros y de las leyes, así como la aceptación de la guerra y la presencia de los dioses dentro de los ciclos humanos, pero predomina en ellas un tono equivalente de celebración en que participa toda la comunidad orgánicamente con la naturaleza. 

Mural de Javier Martínez Pedro. 300 x 150 cm.  Col. Museo de Historia Mexicana

El diseño colorido y repetitivo de decenas de pequeñas figuras de las pinturas de los artesanos guerrerenses hace posible incluir diversas escenas y tiempos, dándoles unidad en una perspectiva de posiciones, donde río, corral, parcelas, veredas y pueblo se suceden en un orden serpenteante o consecutivo.  Tal vez la disposición de las imágenes arcaicas imaginadas por Homero, de siluetas apenas diferenciadas, no correspondía a la simetría helenista o renacentista que se ha buscado darles posteriormente. 

En la Eneida, escrita entre el 29 y el 19 a.C., Virgilio retoma el tema de la descripción del escudo del modelo homérico, pero lo hace con un tema, tono y un sentido distintos.[1]  En este caso es Venus, madre divina de Eneas, quien utilizando el arte de la seducción solicita las armas a su esposo Vulcano.  Justo en el siglo 1 a.C., el mito de Vulcano había asimilado al del dios Hefestos.

Tengo la impresión de que entre los lectores no especializados y los no lectores de La Eneida suelen considerarse con mayor frecuencia sus similitudes con las dos epopeyas homéricas y la propaganda y encomio que hace a César Augusto, quien pidió al mantuano la creación del poema, en demérito de la lectura de su particular invención.  Para mí, lectora tardía del poema completo, los tres versos finales del libro VIII cristalizan los valores épicos y líricos de la Eneida y tienen un efecto tan contundente como el que contemplar su escudo tiene en el fundador mítico de Roma:

Eneas asombrado contempla estas escenas del broquel de Vulcano, don materno.

Desconoce los hechos, pero goza mirando las figuras

y carga a sus espaldas la gloria y los destinos de sus nietos.[2]

En la écfrasis del escudo (VIII: 626-728), que ha sido esquematizada visualmente y estudiada con atención, aunque no tan asiduamente como la del escudo de Aquiles, Virgilio narra escenas de la vida militar y política de Roma.  Inicia con la descripción de los episodios míticos de la loba que  amamanta a los mellizos y los limpia con la lengua, así como el rapto de las sabinas mientras asistían a unos juegos de circo y la guerra posterior, para seguir con triunfos militares histórico-legendarios protagonizados por los descendientes de Ascanio, hijo de Eneas.  El poeta incluye relatos truculentos como el descuartizamiento del traidor albano Metto; las hazañas de Cocles de desgarrar el puente y de Clelia de liberarse de sus cadenas y cruzar a nado el Tíber; el asedio de los galos al Capitolio, anunciado por el ganso de plata, y en el reino de Plutón, el lugar de los criminales como Catilina y de los justos como Catón.  Al centro del escudo ha cincelado el dios la batalla naval de Accio, con Agripa en un lado y Antonio, seguido por su vergonzosa esposa Cleopatra en otro, además de las naves y los dioses de la guerra, para finalizar con las festividades en honor a César Augusto, vencedor de la batalla,[3] y el desfile de los vencidos. 

Para cantar la gloria de Augusto, Virgilio engrandece a lo largo del poema la figura del héroe mítico Eneas.  Al afirmar como fundador de Roma al heredero del trono de Troya, el poeta procura igualar el oficio de los poemas homéricos, que asimila en una síntesis prodigiosa de trayecto y combate, al mismo tiempo que legitima la conquista de Grecia y las poblaciones de Asia menor por los romanos de su tiempo. 

Algo que no pierde la Eneida en la traducción es su constante tensión dramática en una minuciosa estructura.  Sí, tal vez hay una reiteración excesiva de presagios, pero al poeta le es fundamental destacar que el héroe está cumpliendo un destino.  Su príncipe y pariente Héctor, su esposa Creúsa, su madre Venus, su padre Anquises, el mismo río Tíber, entre otras voces, anuncian al héroe su misión inmediata y el ineludible deber que tiene con Troya y con su propio linaje, hacia atrás y hacia adelante.  

El episodio de sus amores con la reina Dido en el libro IV ha sido tramado por Juno y Venus, es por tanto una fuerza superior a los amantes que mantiene a Eneas detenido en Cartago.  Actúa entonces Júpiter enviando al mensajero Mercurio, quien tomando la forma del dios Cilenio recuerda al troyano su deber.  En la enojosa escena de “Nunca te prometí nada” en que se desliga de la reina, en realidad estamos ante un hombre que antepone un destino superior al interés personal, y esta trama de presagios y deberes entreteje su acción.

Si el escudo homérico es el paradigma de la écfrasis como género literario y la Ilíada toda el de la epopeya, es la caída de Troya que se narra en el libro II de la Eneida el modelo de una ciudad en llamas por la derrota, con toda su carga trágica de ejecución de los vencidos y huida de los sobrevivientes.  Eneas recibe entre sueños la visita de Héctor, va por sus penates, sale y regresa a uno y otro sitio por necesidades de la intriga, pero también como pretexto para hacerlo testigo desde distintos ángulos del horror.  Abandona la ciudad con su padre sobre sus hombros y su hijo de la mano;pierde a su esposa y al regresar solo encuentra a su sombra.

Como Tetis a su iracundo hijo, Venus entrega a Eneas sus armas justo antes de que vaya al combate.  Las coloca bajo una encina, reminiscencia troyana, y el héroe las sopesa y goza contemplándolas.  En los versos finales que he citado arriba lo vemos observando las figuras de batallas con personajes que le son desconocidos.  Se ha dicho que el goce de Eneas es estético,[4] pues admira el arte de Vulcano.  Sostengo que es un goce poético, pues todos los tiempos y las historias de Roma y su linaje están contenidas en ese instante.  Hay un silencio elocuente; el poeta no revela lo que piensa el personaje. Cuando canta: “Y carga a sus espaldas la gloria y los destinos de sus nietos”, como lectores que hemos visto a Eneas salir de su ciudad con su padre en hombros y visitarlo en el Infierno, entendemos que no es un comentario ajeno a la mirada de él mismo.   En distintos episodios se muestra que es consciente de su destino y se asume como responsable del futuro anunciado en cada augurio.  Eneas es el héroe de una paradoja: está predestinado a ser el fundador de un imperio, pero tiene que actuar y enfrentar peligros para cumplirlo.

Las escenas descritas en este escudo estaban documentadas por cronistas e historiadores y debieron ser bien conocidas al menos por los romanos letrados de la época.  No es así hoy, aun cuando puede conjeturarse su valor histórico y simbólico y el sentido épico de toda la écfrasis virgiliana.  

Las escenas del escudo homérico tienen un tono lírico; son cercanas y amenas para cualquier lector, pues incluso la guerra se entiende como un aspecto de la vida social.  Dentro de la Ilíada, el escudo es un remanso que describe la unidad de la experiencia de todos los pueblos aqueos, misma cosmogonía, actividades y océano.   Es notable también que no se refiere a un mundo heroico, pues aunque se presenta a un rey, los personajes no parecen destacarse sobre el resto . 

La Eneida propone un mito de fundación, de origen, y las escenas del escudo le dan una continuidad mítica e histórica hasta el momento de la enunciación.  En sus imágenes se afirma la necesidad de la conquista sobre latinos y rútulos que está por consolidar Eneas, y de manera complementaria se apunta hacia un destino manifiesto de César Augusto, pues su exaltación se presagia en el arte de un dios.[5]  Hay un concepto de la historia distinto en cada uno.

Eliseus Libaers (atribución). Escudo con episodios de la vida de Julio César, s. XVI.
Royal Collection Trust


La abundancia de personajes, acciones, discursos y música presentes en estas écfrasis parece obra imposible en la superficie de un broquel.  Durante el siglo XVI se labraron armaduras y escudos con escenas épicas, incluso batallas, generalmente para paradas militares.  En la Colección Real de Inglaterra, por ejemplo, hay un escudo al que se conoce como el “Escudo de Cellini”, por su temprana atribución al escultor Benvenuto Cellini, pero que desde el siglo XIX se atribuye con mejores fundamentos estilísticos a Eliseus Libaers, activo entre 1561 y 1569 al servicio de Enrique II de Francia. La pieza de refinado trabajo renacentista recrea en relieve cuatro escenas de la vida de Julio César.  En la Real Armería del Palacio Real de Madrid hay también algunos escudos realizados en Toledo y en Alemania para Carlos V y Felipe II.  Este es uno de los casos en que objetos imaginados dan lugar al diseño de objetos de arte, en este caso suntuarios.  Las epopeyas clásicas y la historia grecolatina produjeron una rica iconografía no solamente en el arte y la literatura, sino también en los símbolos del poder.  Desde la Edad Media había alusiones a las  epopeyas en el armamento y muchas rodelas estaban rematadas en su centro por una Medusa, a la manera del escudo pulido como espejo que que Atenea cedió a Perseo para que cortara la cabeza de la terrible górgona.  Interesa notar, no obstante, que incluso los más detallados escudos de los orfebres reales del Renacimiento no admiten la profusión de viñetas aludidas en las écfrasis de Homero y de Virgilio, cuyas posibilidades en realidad aluden a su origen divino. 

Desiderius Helmschmid. Escudo para Felipe II, s. XVI.

Pensar en escudos actuales que pudiesen dar cabida a tanto me lleva a tecnologías informáticas, a corazas de metales especiales, quizá a muros con efectos electrónicos que pudiesen contener un corte sincrónico de todas las experiencias actuales o una visión de toda la historia orientada al futuro, o bien espejos hipnotizantes.  Pensar en posibles parangones literarios no me conduce a un objeto artístico.  En un memorable cuento Jorge Luis Borges describe el aleph, un objeto redondo que puede sostenerse entre los dedos y en el que es posible observar todos los tiempos y todos los lugares.  En la novela El mapa y el territorio Michel Houllebeck concibe a un artista que, hastiado de su propio éxito, se aísla en una propiedad amurallada.  La obra magna que crea en ese mundo propio consiste en una múltiple superposición de grabaciones de imágenes que es indescifrable.  No es un objeto, pero el narrador sí hace una écfrasis.  

Es posible que en nuestros días ya se esté escribiendo en colectivo la epopeya de una liberación ambiental y feminista sin fronteras.  En medio de la épica colaboración para capacitar poblaciones migrantes en territorios rehabilitados se dedica un capítulo a describir un tapabocas inteligente, producido a bajo costo y distribuido a todas las poblaciones en forma gratuita.  Elaborado en laboratorios de nanotecnología con biomateriales autodegradables, tiene semillas integradas que pueden crecer en suelos diversos al desecharlos.  Estos escudos tienen integrado un chip capaz de identificar el ADN y los agentes patógenos en partículas de sudor o saliva y en la atmósfera, así como las prácticas de producción y ética comercial de todo lo que está a la venta.  Están equipados con audífonos que pueden traducir los discursos de distintos idiomas y las retóricas perniciosas de las personas y pantallas que hay en torno; también permiten escuchar la música de todos los tiempos, y mantras cuyas vibraciones hacen viable conectarnos con la conciencia universal, con seres afines y con la emoción poética.  Personas y grupos danzan con sus propios ritmos y con frecuencia se encuentran o se distancian.  Sí, este escudo es también una obra de arte.



[1] En el fragmento épico “El escudo de Heracles”, del siglo IV a.C., atribuido durante siglos a Hesíodo pero en realidad de autor desconocido, el escudo del hijo de Zeus y Alcmena también es fabricado por Hefestos.   Gran parte de la écfrasis propone ahí una profusión de imágenes de monstruos mitológicos amenazantes, como corresponde al fin de aterrorizar a los enemigos, si bien al final concede un espacio a escenas agrícolas del trigo y la viña, para terminar con una visión festiva.

[2] Virgilio, Eneida. 8: 729-731. Traducción de Javier de Echave-Sustaeta. Gredos, 2016 (c 1982).

[3] La batalla de Accio tuvo efecto en 31 a.C.  Octavio Augusto derrotó a la flota de Marco Antonio y Cleopatra y fue proclamado César en 27 a.C., adoptando el nombre de Augusto.

[4] María Emilia Cairo. “El escudo de Vulcano: écfrasis y profecía en Eneida 8”. Myrtia, 28, 2013, pp.105-128. Memoria Académica de la UNLP. Disponible en

http://www.memoria.fahce.unlp.edu.ar/art_revistas/pr.9007/pr.9007.pdf  Artículo riguroso en la identificación de los eventos históricos y legendarios de la écfrasis y la disposición física que tendrían las viñetas descritas por Virgilio.  La autora enfatiza la condición de Eneas como ignarus en el pasaje y afirma que su goce es estético.

[5] Véase Santiago G. Barbero (UNC). “El escudo de Eneas y la sacralización del poder de Augusto en la Eneida.XI Jornadas Interescuelas/Departamentos de Historia. Departamento de Historia. Facultad de Filosofía y Letras. Universidad de Tucumán, San Miguel de Tucumán. 2007. Disponible en http://www.aacademicas.org/000-108/121  Este trabajo propone las características de la écfrasis, algunos de los valores estilísticos de la epopeya y la historicidad de los episodios descritos en el escudo, así como la correspondencia entre la grandeza del fundador mítico y la de Augusto.  



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