El escudo de Eneas. Écfrasis, historia y poesía hoy
La reflexión sobre la poesía de los objetos físicos, los que
utilizamos y se cargan de sentidos íntimos y culturales o los que están en los
museos, me ha llevado de la mirada directa a los discursos que genera la
construcción de su conocimiento histórico y sus referencias literarias e
iconográficas. La coincidencia de
tiempos y discursos que el yo interpretante advierte en esa obra material en un
instante de asombro y reconocimiento ejerce un efecto poético único.
La construcción literaria de objetos, por su parte, procede
de maneras distintas. El objeto en el
texto poético evoca las emociones y los tiempos de la mirada o la voz lírica,
una vivencia como la que he descrito al hablar de objetos materiales. El talismán o el objeto mágico contiene en sí
potencias maravillosas que alumbran la imaginación y hacen posibles desenlaces
o sentidos inesperados en un relato. La
écfrasis, entendida como la descripción poética de un objeto artístico, pone en
palabras la percepción de una obra creada en y para la literatura.
La primera écfrasis, paradigma del género, es la descripción
del escudo de Aquiles en el canto XVIII de la Ilíada, escrita en el siglo VIII a.C. Tetis, deidad marina que es madre del héroe,
desesperada porque sabe que su hijo, mitad mortal, va a morir, pide al dios
Hefestos que forje nuevas armas para él.
Ante la negativa de Aquiles de entrar en combate, su amado Patroclo
había tomado sus armas para guiar a las tropas aqueas como si fuera el mayor de
sus guerreros, pero Héctor ha matado al joven y se las ha llevado como trofeo.
Homero dedica algunos versos (468-477) al proceso de
fabricación en el taller del dios orfebre y luego ofrece una descripción de la
continuidad de la vida en el mundo griego (478-608), con los astros tutelando y el mar circundando escenas de cotidianas. Hefestos ha labrado dos ciudades: en una se
celebran bodas y convites con música y bailes, mientras en la plaza pública se
lleva a efecto un juicio. En la otra un
ejército asedia sus muros, en tanto otro, guiado por Ares y Palas Atenea,
embosca a dos pastores para capturar el ganado que traen de regreso; al
percibirlo, salen de sus estrados los demás hombres y se entabla la lucha.
El dios ha plasmado enseguida escenas agrícolas de siembra y
siega, y una viña cargada de uvas con porteadores que llevan las cestas llenas tras
la vendimia. Otras viñetas muestran dos
leones que han cazado una vaca, y más allá un pastizal para las ovejas, con
establos y una cañada. De esta se sigue
una escena de baile con jóvenes y doncellas bien aderezadas y una multitud en
movimiento. La abundancia y dinamismo de
la naturaleza y de los grupos humanos es constante y variada en intenciones,
sonido y emotividad.
El mundo del escudo parece una promesa de orden ritual y
legal, así como de los ciclos del trabajo y la celebración, la paz y la
guerra. Su vitalidad luminosa y su
sentido de armonía cósmica contrastan con el relato de asambleas, intrigas y
lucha cuerpo a cuerpo de los héroes griegos y troyanos, bajo la mirada de los
dioses, que domina la epopeya.
Cuando Aquiles recibe las armas se renueva su ira contra los
troyanos. No se menciona más su hechura, pero sus
propios compañeros mirmidones huyen al verlas, en tanto él se recrea
contemplándolas, y dice a Tetis: “¡Madre mía! Las armas que el dios me ha
procurado son obras/que corresponden a inmortales, no como las que un mortal
ejecuta” (XIX:31-32). Saldrá a vencer en
la batalla, donde su presencia infundirá terror. En poemas posteriores se habla de cómo Odiseo
o Ulises gana estas armas contra Ayax Telamonio, pero en la epopeya homérica la
descripción del escudo aparece como un entreacto de armonía en medio de la tensión de
la guerra.
Con obvia distancia entre el tono de grandeza heroica y la
sencillez marginal de las comunidades indígenas de México, pienso en las
pinturas tradicionales de los pueblos nahuas de Guerrero, que se realizan sobre papel amate
desde que hace casi un siglo funcionarios culturales sugirieron a los artesanos
indígenas que mudaran el soporte de la cerámica al papel, para poder
transportar sus obras a los mercados distantes en forma más fácil y productiva. En esas pinturas se representan valles entre
montañas sobre las que brilla el sol y a veces la luna; se narran los ciclos de
la cosecha y de diversas fiestas, con corridas de toros, procesiones y bodas
entre parcelas y ríos. Se muestra en
estas ese mismo carácter de continuidad de la vida en una comunidad agrícola
que hay en las imágenes del escudo griego.
El orden ideal imaginado por Homero y sus cantores tenía la síntesis del
conocimiento de los astros y de las leyes, así como la aceptación de la guerra y
la presencia de los dioses dentro de los ciclos humanos, pero predomina en ellas
un tono equivalente de celebración en que participa toda la
comunidad orgánicamente con la naturaleza.
El diseño colorido y repetitivo de decenas de pequeñas
figuras de las pinturas de los artesanos guerrerenses hace posible incluir
diversas escenas y tiempos, dándoles unidad en una perspectiva de
posiciones, donde río, corral, parcelas, veredas y pueblo se suceden en un
orden serpenteante o consecutivo. Tal
vez la disposición de las imágenes arcaicas imaginadas por Homero, de siluetas
apenas diferenciadas, no correspondía a la simetría helenista o renacentista que
se ha buscado darles posteriormente.
En la Eneida,
escrita entre el 29 y el 19 a.C., Virgilio retoma el tema de la descripción del
escudo del modelo homérico, pero lo hace con un tema, tono y un sentido
distintos.[1] En este caso es Venus, madre divina de Eneas,
quien utilizando el arte de la seducción solicita las armas a su esposo Vulcano. Justo en el siglo 1 a.C., el mito de Vulcano
había asimilado al del dios Hefestos.
Tengo la impresión de que entre los lectores no
especializados y los no lectores de La
Eneida suelen considerarse con mayor frecuencia sus similitudes con las dos
epopeyas homéricas y la propaganda y encomio que hace a César Augusto, quien
pidió al mantuano la creación del poema, en demérito de la lectura de su
particular invención. Para mí, lectora
tardía del poema completo, los tres versos finales del libro VIII cristalizan
los valores épicos y líricos de la Eneida
y tienen un efecto tan contundente como el que contemplar su escudo tiene en el
fundador mítico de Roma:
Eneas asombrado contempla estas escenas del broquel de Vulcano, don materno.
Desconoce los hechos, pero goza mirando las figuras
y carga a sus espaldas la gloria y los destinos de sus nietos.[2]
En la écfrasis del escudo (VIII: 626-728), que ha sido esquematizada visualmente y estudiada con atención, aunque no tan asiduamente como la del escudo de Aquiles, Virgilio narra escenas de la vida militar y política de Roma. Inicia con la descripción de los episodios míticos de la loba que amamanta a los mellizos y los limpia con la lengua, así como el rapto de las sabinas mientras asistían a unos juegos de circo y la guerra posterior, para seguir con triunfos militares histórico-legendarios protagonizados por los descendientes de Ascanio, hijo de Eneas. El poeta incluye relatos truculentos como el descuartizamiento del traidor albano Metto; las hazañas de Cocles de desgarrar el puente y de Clelia de liberarse de sus cadenas y cruzar a nado el Tíber; el asedio de los galos al Capitolio, anunciado por el ganso de plata, y en el reino de Plutón, el lugar de los criminales como Catilina y de los justos como Catón. Al centro del escudo ha cincelado el dios la batalla naval de Accio, con Agripa en un lado y Antonio, seguido por su vergonzosa esposa Cleopatra en otro, además de las naves y los dioses de la guerra, para finalizar con las festividades en honor a César Augusto, vencedor de la batalla,[3] y el desfile de los vencidos.
Para cantar la gloria de Augusto,
Virgilio engrandece a lo largo del poema la figura del héroe mítico Eneas. Al afirmar como fundador de Roma al heredero
del trono de Troya, el poeta procura igualar el oficio de los poemas homéricos,
que asimila en una síntesis prodigiosa de trayecto y combate, al mismo tiempo
que legitima la conquista de Grecia y las poblaciones de Asia menor por los
romanos de su tiempo.
Algo que no pierde la Eneida en la traducción es su constante
tensión dramática en una minuciosa
estructura. Sí, tal vez hay una
reiteración excesiva de presagios, pero al poeta le es fundamental destacar que
el héroe está cumpliendo un destino. Su
príncipe y pariente Héctor, su esposa Creúsa, su madre Venus, su padre
Anquises, el mismo río Tíber, entre otras voces, anuncian al héroe su misión
inmediata y el ineludible deber que tiene con Troya y con su propio linaje,
hacia atrás y hacia adelante.
El episodio de sus amores con la
reina Dido en el libro IV ha sido tramado por Juno y Venus, es por tanto una
fuerza superior a los amantes que mantiene a Eneas detenido en Cartago. Actúa entonces Júpiter enviando al mensajero
Mercurio, quien tomando la forma del dios Cilenio recuerda al troyano su
deber. En la enojosa escena de “Nunca te
prometí nada” en que se desliga de la reina, en realidad estamos ante un hombre
que antepone un destino superior al interés personal, y esta trama de presagios
y deberes entreteje su acción.
Si el escudo homérico es el
paradigma de la écfrasis como género literario y la Ilíada toda el de la epopeya, es la caída de Troya que se narra en
el libro II de la Eneida el modelo de
una ciudad en llamas por la derrota, con toda su carga trágica de ejecución de
los vencidos y huida de los sobrevivientes.
Eneas recibe entre sueños la visita de Héctor, va por sus penates, sale
y regresa a uno y otro sitio por necesidades de la intriga, pero también como pretexto para hacerlo testigo desde distintos ángulos del horror.
Abandona la ciudad con su padre sobre sus hombros y su hijo de la mano;pierde a su esposa y al regresar solo encuentra a su sombra.
Como Tetis a su iracundo
hijo, Venus entrega a Eneas sus armas justo antes de que vaya al combate. Las coloca bajo una encina, reminiscencia
troyana, y el héroe las sopesa y goza contemplándolas. En los versos finales que he citado arriba lo
vemos observando las figuras de batallas con personajes que le son desconocidos. Se ha dicho que el goce de Eneas es estético,[4]
pues admira el arte de Vulcano. Sostengo
que es un goce poético, pues todos los tiempos y las historias de Roma y su
linaje están contenidas en ese instante.
Hay un silencio elocuente; el poeta no revela lo que piensa el
personaje. Cuando canta: “Y carga a sus
espaldas la gloria y los destinos de sus nietos”, como lectores que hemos visto
a Eneas salir de su ciudad con su padre en hombros y visitarlo en el Infierno, entendemos
que no es un comentario ajeno a la mirada de él mismo. En distintos episodios se muestra que es consciente
de su destino y se asume como responsable del futuro anunciado en cada augurio. Eneas es el héroe de una paradoja: está predestinado
a ser el fundador de un imperio, pero tiene que actuar y enfrentar peligros
para cumplirlo.
Las escenas descritas en este escudo estaban documentadas por cronistas e historiadores y debieron ser bien conocidas al menos por los romanos letrados de la época. No es así hoy, aun cuando puede conjeturarse su valor histórico y simbólico y el sentido épico de toda la écfrasis virgiliana.
Las escenas del escudo homérico tienen un tono lírico; son cercanas y amenas para cualquier lector, pues incluso la guerra se entiende como un aspecto de la vida social. Dentro de la Ilíada, el escudo es un remanso que describe la unidad de la experiencia de todos los pueblos aqueos, misma cosmogonía, actividades y océano. Es notable también que no se refiere a un mundo heroico, pues aunque se presenta a un rey, los personajes no parecen destacarse sobre el resto .
La Eneida propone un mito de fundación, de origen, y las escenas del escudo le dan una continuidad mítica e histórica hasta el momento de la enunciación. En sus imágenes se afirma la necesidad de la conquista sobre latinos y rútulos que está por consolidar Eneas, y de manera complementaria se apunta hacia un destino manifiesto de César Augusto, pues su exaltación se presagia en el arte de un dios.[5] Hay un concepto de la historia distinto en cada uno.
Eliseus Libaers (atribución). Escudo con episodios de la vida de Julio César, s. XVI. Royal Collection Trust |
Pensar en escudos actuales que pudiesen dar cabida a tanto me lleva a tecnologías informáticas, a corazas de metales especiales, quizá a muros con efectos electrónicos que pudiesen contener un corte sincrónico de todas las experiencias actuales o una visión de toda la historia orientada al futuro, o bien espejos hipnotizantes. Pensar en posibles parangones literarios no me conduce a un objeto artístico. En un memorable cuento Jorge Luis Borges describe el aleph, un objeto redondo que puede sostenerse entre los dedos y en el que es posible observar todos los tiempos y todos los lugares. En la novela El mapa y el territorio Michel Houllebeck concibe a un artista que, hastiado de su propio éxito, se aísla en una propiedad amurallada. La obra magna que crea en ese mundo propio consiste en una múltiple superposición de grabaciones de imágenes que es indescifrable. No es un objeto, pero el narrador sí hace una écfrasis.
Es posible que en nuestros días ya
se esté escribiendo en colectivo la epopeya de una liberación ambiental y
feminista sin fronteras. En medio de la épica colaboración para capacitar poblaciones migrantes en territorios rehabilitados se
dedica un capítulo a describir un tapabocas inteligente, producido a bajo costo y
distribuido a todas las poblaciones en forma gratuita. Elaborado en laboratorios de nanotecnología con
biomateriales autodegradables, tiene semillas integradas que pueden crecer en
suelos diversos al desecharlos. Estos escudos tienen integrado un chip capaz de
identificar el ADN y los agentes patógenos en partículas de sudor o saliva y en
la atmósfera, así como las prácticas de producción y ética comercial de todo lo
que está a la venta. Están equipados con
audífonos que pueden traducir los discursos de distintos idiomas y las
retóricas perniciosas de las personas y pantallas que hay en torno; también
permiten escuchar la música de todos los tiempos, y mantras cuyas vibraciones
hacen viable conectarnos con la conciencia universal, con seres afines y con la
emoción poética. Personas y grupos danzan con sus propios ritmos y con frecuencia se encuentran o se distancian. Sí, este escudo es también una obra de arte.
[1] En
el fragmento épico “El escudo de Heracles”, del siglo IV a.C., atribuido
durante siglos a Hesíodo pero en realidad de autor desconocido, el escudo del
hijo de Zeus y Alcmena también es fabricado por Hefestos. Gran parte de la écfrasis propone ahí una
profusión de imágenes de monstruos mitológicos amenazantes, como corresponde al
fin de aterrorizar a los enemigos, si bien al final concede un espacio a
escenas agrícolas del trigo y la viña, para terminar con una visión festiva.
[2]
Virgilio, Eneida. 8: 729-731.
Traducción de Javier de Echave-Sustaeta. Gredos, 2016 (c 1982).
[3] La
batalla de Accio tuvo efecto en 31 a.C.
Octavio Augusto derrotó a la flota de Marco Antonio y Cleopatra y fue
proclamado César en 27 a.C., adoptando el nombre de Augusto.
[4] María
Emilia Cairo. “El escudo de Vulcano: écfrasis y profecía en Eneida 8”. Myrtia, 28, 2013, pp.105-128. Memoria Académica de la UNLP.
Disponible en
http://www.memoria.fahce.unlp.edu.ar/art_revistas/pr.9007/pr.9007.pdf Artículo riguroso en la identificación de los
eventos históricos y legendarios de la écfrasis y la disposición física que
tendrían las viñetas descritas por Virgilio.
La autora enfatiza la condición de Eneas como ignarus en el pasaje y afirma que su goce es estético.
[5] Véase
Santiago G. Barbero (UNC). “El escudo de Eneas y la sacralización del poder de Augusto
en la Eneida.” XI Jornadas Interescuelas/Departamentos de Historia. Departamento de
Historia. Facultad de Filosofía y Letras. Universidad de Tucumán, San Miguel de
Tucumán. 2007. Disponible en http://www.aacademicas.org/000-108/121 Este trabajo propone las características de
la écfrasis, algunos de los valores estilísticos de la epopeya y la
historicidad de los episodios descritos en el escudo, así como la
correspondencia entre la grandeza del fundador mítico y la de Augusto.
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